viernes, 13 de mayo de 2016

Amantes


Acarician mis dedos la hoguera, 
pero el nervio
sigue frío. 

Pide perdón tu mirada
desbocada
entre el gentío. 

Soy crucifijo arrastrado, 
golpeado
y desvalido. 

Pesan 
en mi piel tus clavos, 
se cortan, 
entre sí
nuestros filos. 

Tu brillo de luz consumida
como ola de mar, 
empapó mi vestido. 

No es reír,
ni llorar lo que busco. 
No es oler tu perfume
cristalino.

Lo que ansío
es volver,
convertirme en el ser
que en un segundo,
dejó el paganismo a un lado
y al ver tu mirada esmerada
comenzó, 
de nuevo, 

a creer. 

Yo, España

Estoy en duelo
porque mi infancia ha muerto.

He abierto la bolsa de los días
para esparcir las semillas
sobre la tierra estéril y abandonada
para que crezcan helechos 
robles, cerezos, palmeras,
para que renazcan las flores
y el rocío conozca el reposo,
para que vuelvan abejas
a posarse
y desposarse
para que en mis manos tiernas
no haya maldad ni sexo
y la sangre fluya 
por dentro
discreta
como ríos larguísimos
durmiendo bajo tierra,
para que mi olor
a nada huela
y la noche 
sea el más misterioso
de los misterios
que me rodean.

pero mis manos 
estrujan ceniza 
como arena de luto
y el enigma de la noche 
se desvela;
 un cofre abierto
y destripado.

La sangre que escupo
se enfrenta a la tierra polvorienta.

Por eso,
al ver el destello moribundo
de la tarde anaranjada
lo he sabido:

mi infancia ya estaba muerta.

MEMORIA historica


Hoy ha nacido en mi pecho
un recuerdo
de solidez ennegrecida.
Un aroma condensado
del que han surgido 
efímeras raíces. 

Se ha plegado mi cuerpo
en una contracción exquisita,
quemando mi espalda 
la furia
de un sol verdadero,

desvelando en la orilla 
el sabor confuso 
de un verano enterrado. 

Deshabito mi cuerpo 
y viajo
a universos vivos;
charcos diminutos
del río seco
sobre los que llueve memoria. 

Donde mora y muere mi vida,
vida, 
de dolor constante
y repetido. 

sábado, 7 de mayo de 2016

Litoral

                                    Realidad y ficción como vías paralelas en la obra.


Cada uno de nosotros poseemos una historia única, que no ha ocurrido nunca antes y que, seguro, merece ser contada: se trata de nuestro camino. Litoral escoge un tramo de la vida del protagonista, un punto de inflexión, que muestra la obligatoriedad de crecer a partir de la muerte de un padre, de cómo esa muerte es una herida que siempre le acompañará y que comenzará a curarse con la sal del agua de mar. 

Este camino posee una forma caótica, repleta de realidad y ficción, al igual que el pensamiento de un ser humano, construido por la figura de un padre, ausente o no; de las caricias de una madre, de las largas noches de espera a los Reyes Magos, de las tartas de cumpleaños, de los monstruos de debajo de la cama, de la fiebre, del dolor de piernas que da crecer, de las películas que vemos más de tres veces y de, en definitiva, el mundo interno que creamos dentro de cada uno. Litoral refleja ese mundo gracias a elementos ficcionales, recurriendo a un amigo invisible de la infancia de Wildfrid, que enmarca una etapa de la vida que debe dejar atrás y que ayuda al lector a ir completando progresivamente la identidad del personaje, mostrando una parte íntima de su “yo pequeño”, aún vivo dentro de él y paralelo a la realidad, es decir, a su “yo presente”, por lo que realidad y ficción, pasado y presente, van de la mano. 

La obra da lugar a dos mundos, ya que el mundo que imagina sucede al mismo tiempo que el real. Esto es posible gracias al poder que posee la palabra de los personajes, a partir de la cual el espacio y el tiempo pueden variar. Aparece, de forma continuada, otro espacio ficcional dentro de la propia ficción: el rodaje de una película, donde el protagonista no es otro que Wilfrid. ¿Quién no ha imaginado alguna vez que su vida fuera una película? El sentido metafórico de la mayoría de los espacios que aparecen durante el viaje en busca de un lugar para enterrar a un ser querido, se refuerza a partir de todos estos elementos imaginarios, dando pie a que a la realidad también se le pueda buscar un significado simbólico. A la hora de hablar de la necesidad de matar a los padres para poder crecer (“Amé: A los padres habría que destriparlos”), de recordar los nombres de cada muerto para originar una memoria histórica, del deseo de contar la historia de cada personaje que aparece en el relato… es inevitable acudir a elementos no pertenecientes al mundo ordinario, el cual se queda pequeño para transmitir la importancia y grandeza de estos conceptos. 

Quizá este mundo, con su realidad y materialidad, no sea suficiente para almacenar los nombres de todos aquellos que han pasado por él. Cuántos nombres perdidos, deshechos, olvidados, fragmentados. Quizá el mundo donde existe alguien capaz de escribir todos esos nombres en una lista y llevarlos a cuestas, como el cadáver de un padre; el mundo donde la memoria se valora como un don, donde de la catástrofe nace la necesidad de hablar, amar, bañarse en el mar; donde se sabe que tarde o temprano de las heridas brotarán flores, quizá sea ese el mundo que necesitamos crear para poder crecer y seguir adelante. 


jueves, 5 de mayo de 2016

El regalo de Fedra



'La sexualidad y su implicación social en el entramado de la historia y de la realidad'
                                                                                                                                                                 


Uno de los elementos más significativos de ‘El amor de Fedra’ es la brutalidad sexual que mueve a los personajes y la falta de adecuación de dichos comportamientos a los parámetros sociales. 

Hipólito es un príncipe que, como Siddharta, le pide más al mundo de lo que este puede ofrecerle. Pero a diferencia del otro, que va en busca de su espiritualidad, este se consagra al vicio mundano; orgías, incestos, pansexualidad… en su intento fallido de encontrar el sentido último, Hipólito se refugia en un circulo vicioso que alimenta su hastío; intenta salvarse mediante una sexualidad descarnada y lo único que consigue es incrementar su apatía. 
Los vínculos sexuales y la forma en que culminan dichas relaciones conforman un entramado interesante, pues todos en la familia están conectados y todos son víctimas de dicha conexión. El texto, que aparentemente puede parecer una oda al libertinaje, en realidad nos advierte de la necesidad de darle un sentido a la sexualidad para evitar el abandono y el despecho libidinoso, que es precisamente lo que ocurre con Hipólito y lo que conduce al climax de la escena final. Todos mueren, en definitiva, por esto. 

Sin embargo, esto no convierte la obra en un texto puritano al estilo ‘Sodoma y Gomorra’ que intente adoctrinar mortificando el deseo y anticipando el castigo, ya que dicha concepción estaría desfasada hoy en día, pues un arte al servicio del hombre no puede obviar la evidente importancia orgánica del sexo en la raza humana y los trastornos y conflictos que la sexualidad produce en las personas; no es que la sexualidad tenga una implicación social en la historia, es que la historia es sexualidad en todas sus formas. 
Al ser animales, los hombres obedecen instintos que se revelan con tal fuerza que enmascaran la razón. 

Y es este el impulso que empuja a Fedra hasta el pantalón de Hipólito y a este lo conduce a acostarse con su hermana, que también consuma con Teseo que, completando el círculo, es el marido de Fedra. 

En suma, la obra es una especie de caricatura de un mundo interconectado por impúdicas relaciones sexuales que espera ansioso el juicio final que otorgue, por fin, un sentido a la vida, como ya lo hizo Meursault en ‘El extranjero’, como lo hace el Hipólito de Sarah Kane. 


‘Buitres. Si hubieran podido existir momentos como este.’

PORNOCHACHA



                                                   ‘Igualdad y desigualdad de géneros’  
                                                                                                                   
                                                                                                                   
                                                        

La mujeres viven en la inopia. No están ‘vivas, vivas’, caminan ausentes por un cauce trazado hace muchísimos años, que sí, sufre ligeras variaciones, mejoras, pero es un surco por el que avanzan impasibles como el agua, siguiendo una dirección impuesta, absolutamente establecida. 
Las mujeres son sumisas. Y han de serlo, pues su condición las relega a un segundo plano, y aunque hay que aparentar cierta igualdad, lo importante es que a la hora de la verdad las cosas sean como tienen que ser. Y estando en público, voy a decirlo ‘soy feminista y me cago en el patriarcado’, porque es lo que hay que decir, eso está claro, y si alguien equipara feminismo con machismo me encargaré de que sufra el mayor de los oprobios, pues todo el mundo sabe ya que eso en público no se dice. Pero al llegar a casa no voy a hacer la cena, eso seguro. ¿Por qué? No lo sé y no me interesa saberlo. Pero ella lo tiene claro y yo también. Ya no es cuestión de ‘yo trabajo y tu no, así que por lo menos compénsalo después’, no, es un asunto de inherencia, de elementos internos incomprensibles que se remontan a épocas inmemoriales y cuyo acceso nos es restringido.

La imagen que tengo de mi abuela está siempre enmarcada en la cocina. No recuerdo a mi abuela fuera de ese lugar. Ir a su casa era siempre un festín culinario seguido de una larga siesta en el salón. Mi abuela se encargaba de preparar los guisos o las compotas, de poner la mesa y después recoger y limpiar la cocina para que volviera otra vez a estar impecable. Yo, que era un niño, no entendía por qué ella, siendo la mayor, tenía que hacerlo todo ‘Atita -que es como la llamaba- ¿por qué recoges tú sola la mesa, si hemos comido todos?’ Ella se reía sin acritud ‘Porque prefiero estar yo aquí mientras vosotros descansáis, vida’ me decía ‘Hale, vete al salón’, y acto seguido me echaba de la cocina mientras ella recogía durante horas los restos de los grandes banquetes que allí se celebraban. Mientras, mi padre, mi tío y yo dormíamos largas y pesadas siestas que se remontaban hasta el anochecer.

Todo lo que sé lo he aprendido de mi padre, que me llevaba a manifestaciones feministas el ocho de marzo sobre sus hombros, que se relacionaba con amigas ‘progres’ que fumaban canutos y no se depilaban las axilas y aprovechaban el momento menos pensado para liberar sus tetas y sumergirse en un lago si estábamos en una de las caminatas de montaña a las que acudíamos, pero que después, en casa ejercía una tiranía absoluta sobre mi madre, quien años después calificaría su función durante los años de matrimonio con él de  ‘pornochacha, yo era una pornochacha’ decía. 
Esa palabra siempre me hizo gracia porque suena como a composición infantil -aunque en las palabras de mi madre no había ningún ápice de divertimento- y con los años he ido descubriendo su significado de forma más profunda ayudado también por los consejos que me ha ido dando mi padre mientras yo -y él- me hacía mayor. Un día, estábamos los dos en el sofá y su pareja -mi madre ya se había largado, hacía mucho- seguía recogiendo la cocina, y al igual que cuando le había preguntado a mi abuela años antes, le dije a mi padre ‘Papá, ¿crees que debemos echarle una mano a Julia?’, ‘No me la malacostumbres, que la tengo muy bien educada. Si quieres ser como yo búscate una que limpie y cocine motu proprio’. Acordándome de la expresión utilizada por mi madre (pornochacha) intuía que mi padre solo profundizaba en la parte del  -chacha y dejaba fuera (quizás también porque le avergonzaba hablar de eso conmigo) el -porno. Es decir, una mujer que se encargue de la manutención del hogar y que atienda mis caprichos sexuales pero que no trascienda en ningún otro ámbito para evitar perturbarme. 

Sé que detrás de muchos de vosotros, (defensores acérrimos de la mujer independiente, alzadores de puño izquierdo y reivindicadores de la liberación del pecho femenino), en vuestras casas, entre las paredes que os ven, redimís vuestras conciencias de la presión social y dejáis que la verdad, la genética y la historia se revelen en su máximo esplendor, haciendo de vuestros sexos un trono, acariciando el lomo de vuestras mujeres mientras rebosan vuestras bocas de la palabra por la que emana la felicidad: por-no-cha-cha.


Sí, es verdad, quiero creer que cuando te defiendo, mujer, te defiendo de verdad, pero nunca he estado del todo convencido. Realmente no somos iguales. Yo soy el hombre

miércoles, 24 de febrero de 2016

'De noche justo antes de los bosques'

ODIO

Desarraigar: 
  1. Arrancar de raíz una planta. 

Vivir en sociedad es morir. Vivir en sociedad es olvidar quién eres. Vivir en sociedad es la comodidad y los patrones. 

Un hombre deambula por la calle un día de lluvia sin rumbo fijo. Camina bajo cortinas de agua, empapado, deshaciéndose su identidad. Este hombre es extranjero, como Camus, y camina sabiendo que es sospechoso, sospechoso de destacar por su peculiar apariencia, por sus arraigadas costumbres.

No sabemos con certeza qué fuerzas lo mueven a continuar sus andadas, y su periplo bien podría merecer la pregunta formulada en ‘En el camino’, de Kerouac, cuando un negro interpela a los holgazanes errantes que vagan de lado a lado del país: ‘Vais a algún sitio o simplemente vais’. Simplemente ir, que ya es bastante, parece ser el impulso por el que se guía nuestro personaje. Una andadura pesada, el simplemente ir, para los que llevan marcado en su espalda el estigma de ‘los otros’, los que no son de aquí.

Sin embargo, este hombre, aunque deambula, tiene un objetivo y este objetivo consiste en persuadir al interlocutor, un espectador al que pretende adoctrinar, hacer partícipe de su horrible situación. Un espectador débil y manipulable, que, como él, es víctima de una industrialización feroz, que, como él,  también carga en su lomo el peso de la historia y, que sobretodo, como él, ha de lidiar con una libertad arrolladora que lo aturde.  

‘Esta no es tu patria’, parece decirle el mundo al personaje. ‘Tu no perteneces a este barrio, ni a esta ciudad, y mucho menos a este país’. Este no es su sitio, él lo sabe, porque los dueños del sitio han vallado las fronteras, pero aún así está aquí, conviviendo, siendo partícipe de eso a lo que llaman ‘lo multicultural’: el avasallamiento de una cultura sobre otras que quedan relegadas y segregadas en suburbios donde se corrompen y donde sacan punta al arma de doble filo llamada ‘incomprensión’, donde se conforman los guetos del odio. Ciudades donde no cohabitan las personas, sino donde los que habitan apartan la mirada de los que malviven.
Esta es la lucha de un hombre normal, de un hombre que no perdería la oportunidad de seducir a una mujer bella, de un hombre al que no le importaría saciar su sed metiendo la cabeza en un barril de cerveza, incluso, si se diera el caso, la lucha de un hombre que no diría ‘no’ a una habitación de hotel  para pasar la noche. 
Esta es la lucha de todos, la de nadie, la guerra de las razas en la que estamos inmersos y cuyo origen yace inherente en cada recién nacido. Blancos contra negros. Blancos puros y negros sucios, negros viejos y blancos jóvenes, blancos que ganan, negros que pierden. Hombres que se descomponen en ciudades como el Nueva York de Lorca en su ‘Oda a Walt Whitman’, una odisea de gasolina donde los negros y los maricas, los travelos, los deformes y los subnormales son y serán condenados a la mayor de las tragedias; la incomprensión. 

‘Agonía, agonía, sueño, fermento y sueño.
Éste es el mundo, amigo, agonía, agonía.
Los muertos se descomponen bajo el reloj de las ciudades,
la guerra pasa llorando con un millón de ratas grises,
los ricos dan a sus queridas
pequeños moribundos iluminados,
y la vida no es noble, ni buena, ni sagrada.’